Fernando Dámaso Fernández | Se habla y se escribe constantemente sobre la necesidad de rescatar los valores, las buenas costumbres y erradicar las indisciplinas sociales y las groserías. Es justo y debe hacerse, pero nadie habla ni escribe sobre sus verdaderos orígenes: la pérdida del civismo y de la moral.
La mayoría de los ciudadanos, en los primeros meses del experimento político, económico y social, aceptaron y hasta aplaudieron que se les quitara el derecho a elegir a sus gobernantes cada cuatro años, a opinar públicamente, a tener partidos y organizaciones políticas, a educar a sus hijos según sus deseos y, algo terrible, permitieron que alguien, como un señor feudal salido de otra época, decidiera quienes eran cubanos y quienes no, lo que fraccionó a la nación y constituye una vergüenza nacional.
Además, el Estado desterró los que señaló como valores burgueses y los sustituyó por la doble moral, el premio a la mediocridad en pago a ser incondicional, la delación, la envidia, las groserías, las faltas de respeto, la violencia ciudadana y otras lacras.
Ha pasado el tiempo, no tanto, y se pretende que se olviden estas barbaridades, planteando, sin pedir perdón, un borrón y cuenta nueva, como si nunca hubieran sucedido y afectado el entramado de nuestra sociedad, pero los hechos están ahí. Es una lástima que nuestros historiadores oficialistas no se atrevan a tocarlos.
Siempre lo que se siembra es lo que se cosecha. Una generación que perdió el civismo y la moral y se dejó fanatizar y vulgarizar, transmitió a sus hijos y éstos a los suyos, en una cadena continua, todos estos males. Aquí están los resultados.
Se plantea que la familia y la escuela son determinantes en el rescate de los valores perdidos, pero para ello hace falta una familia diferente, donde sus miembros practiquen el civismo y la moral, y no la actual viciada y acostumbrada a la sobre vivencia individual, ajena a los intereses sociales y nacionales, aunque asista a las concentraciones, vote unánimemente por todo lo que le pongan delante y hasta participe, con entusiasmo, en desfiles multitudinarios. Es, simplemente, su forma de no buscarse problemas y resolver los suyos propios.