Marino Murillo, el presunto zar de las reformas económicas en Cuba, un cebado ministro con amplios poderes, pasó de sentarse en primera fila, junto a la plana mayor de una longeva revolución gobernada por un exclusivo club de ancianos, que en su conjunto suman casi quinientos años, a ocupar una butaca en la tercera hilera, lejos de los focos y las cámaras.
En sociedades cerradas, donde los rumores son más veraces que la información ofrecida por la prensa estatal, hay que aprender a leer entre líneas. A falta de una oficina gubernamental que ofrezca información pública a sus ciudadanos, los académicos, periodistas y politólogos deben hurgar con lupa las señales más insignificantes.
Aquella mañana de diciembre de 2015, cuando el autócrata Raúl Castro fingió indignación ante los más de 600 diputados del monocorde parlamento nacional, por los precios abusivos de productos agrícolas, fue el comienzo del fin para Marino Murillo.
Castro II pidió que se aplicaran medidas. Y no muy conforme, alegando la ley de oferta y demanda que regía en los mercados agrícolas, Murillo masculló que implementaría diferentes normativas para intentar frenar el alza de precios.
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Al parecer no fue suficiente. El otrora superministro cayó en desgracia y ahora ni su foto aparece en los medios oficiales, aunque teóricamente, sigue al frente de la agenda encargada de implementar los lineamientos económicos, una especie de decálogo que a paso de tortuga y con incumplimientos a granel: según el último parte, en seis años solo se habrían implementado poco más del 20% de las directrices.
Más errores Con la retirada en fade del gordo Murillo, la dinámica de las tímidas reformas económicas -un conjunto de aperturas a la talanquera obsesiva de Fidel Castro, que transformó a los cubanos en ciudadanos de tercera clase-, el juego comenzó a ser dirigido por lo más rancio y conservador del liderazgo militar.
Era imprescindible abrirse al mundo y derogar el feudal permiso de salida para viajar al extranjero, permitir a los cubanos rentar habitaciones en hoteles y comprar o vender casas, entre otras regulaciones normales en cualquier país del siglo XXI.
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No hay dudas que fue un salto hacia adelante. Con barreras, precios absurdos y ojeriza a que la gente haga dinero. Sí, en Cuba se venden automóviles, pero un Peugeot 508 vale más que un Ferrari y se debe pagar al contado.
Internet y la telefonía móvil ya no son herramientas de ciencia ficción, pero el precio por sus servicios son descabellados para un país donde el salario promedio es de 25 dólares mensuales.
¿Reformas? Las supuestas reformas siempre fueron incompletas. Se quedaron a medias. Los nacidos en Cuba no pueden invertir en grandes negocios, sus profesionales no tienen autorización para trabajar por cuenta propia y el Estado se abroga el derecho de establecer una ridícula lista de labores que son o no permitidas.
De los 201 oficios autorizados, hay al menos 10 o 15 emprendimientos que, con creatividad y esfuerzo, se puede hacer grandes sumas de dinero, siempre teniendo en cuenta el contexto cubano donde consideran ‘rico’ a quien gane 10 mil pesos al mes. Esto en un país donde hace casi sesenta años el ciudadano medio es patrocinado por el Estado.
Claro, las normativas, gravámenes excedidos, acosos de inspectores estatales y un acápite mortal en la biblia económica del Gobierno que prohíbe a personas o grupos acumular sumas cuantiosas de capital, lastra la prosperidad y el auge del trabajo privado.
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En una nación donde el Gobierno ha sido el encargado de ?vestir, calzar y premiar? o castigar a sus ciudadanos, un margen de liberalismo, por pequeño que sea, era un oasis para medio millón de emprendedores que ahora mismo viven al margen del Estado.
El pistoletazo de arrancada que permitiría tirar del freno de mano a las reformas llegó el 17 de diciembre de 2014, cuando el presidente estadounidense Barack Obama y el general Raúl Castro, de mutuo acuerdo, pusieron fin a la inverosímil Guerra Fría entre Cuba y Estados Unidos.
Luego de salir de las trincheras, Obama comenzó a lanzar paquetes de medidas con la marcada intención de favorecer a los trabajadores particulares. Eso no le gustó al régimen.
El Gobierno cubano quería negocios con los gringos, pero con sus empresas, no potenciando las privadas. Entonces, progresivamente, la autocracia castrista comenzó a ralentizar el dinámico sector, probablemente el único que crece en la Isla, que paga salarios de tres a cinco veces mayor que el Estado y da empleo a un 20% de la masa laboral.
Ya para el otoño de 2015 comenzó una dinámica negativa. Actualmente solo funciona un 30% de los mercados agropecuarios de oferta y demanda, el Estado acosa y penaliza a los carretilleros de viandas, frutas y hortalizas, que han descendido en un 50%, cerró el marcado mayorista agropecuario del Trigal, al sur de La Habana, y el rodillo talibán pretende aumentar con regulaciones y fiscalizaciones todos los negocios boyantes en gastronomía, transporte y hostelería.
Nueva táctica ¿Por qué esta nueva ‘ofensiva revolucionaria’? No creo que tenga el alcance de las confiscaciones de puestos de fritas y cajones de limpiabotas de 1968 o las contrarreformas por ciertas aperturas en los años 80 y 90.
Pero es innegable que el régimen no quiere que el tren se le descarrile. Actualmente hay un pequeño segmento de cubanos, entre 60 y 100 mil personas, que ha amasado pequeñas fortunas gracias a su olfato y talento para los negocios.
Estamos hablando de 100 mil dólares en adelante, cifra poco significativa en cualquier país del Primer Mundo, pero extraordinaria en un país empobrecido por la mala gestión de los hermanos Castro.
Además de placer y estatus social, el dinero engendra poder. Mientras en Cuba funcione el castrismo, las empresas privadas no podrán prosperar. De ahí el freno contra los llamados cuentapropistas.
Un consejo al régimen verde olivo: cuidado con los excesos. En diciembre de 2010, una multa abusiva al dueño de un puesto de comida, Mohammed Buazisi, que por rebeldía se inmoló a lo bonzo, puso punto final a la dictadura tunecina de Ben Ali y desencadenó la Primavera Árabe.
En su actual ofensiva contra los taxistas privados, las autoridades cubanas no debieran olvidar lo ocurrido en Túnez hace poco más de seis años. En las sociedades de ordeno y mando, el diablo suele estar en los detalles.
Fuente: Diario las Américas
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