By Ahmed Correa Álvarez
HAVANA TIMES ? Yo no conozco a Fernando Ravsberg, pero hay más de una cosa que compartimos. En el actual contexto, en el que le han sobrado los insultos y consejos estomatológicos, es necesario hablar de esas cercanías. Tanto como él, yo soy migrante. Y hay necedades que deben ser atajadas antes de que transmuten en costumbre generalizada.
No es la primera vez que la opinión que disiente de Fernando, apela a su origen rioplatense para deslegitimar sus posiciones. Las unas veces más discretas que otras. Y está bien disentir. Es deseable. Pero lo que no podemos permitirnos, lo que amerita todo el desprecio, es la discriminación en cualquiera de sus formas, incluyendo la xenofobia.
En medio de nuestras carencias cotidianas, la bondad y la solidaridad ha sido parte de nuestros grandes tesoros. La Revolución Cubana de 1959 podrá ser cuestionada desde muchos lugares, pero haber acogido niños y jóvenes saharauis, haberles abierto las puertas de nuestras escuelas y nuestras casas, va a salvar para Cuba afectos amigos de manera permanente. Nelson Mandela entendió eso perfectamente.
Poco de su pasado conoce quien invoca al pueblo para descalificar a Fernando por su origen. Mucho debe nuestra historia a nombres como Gómez, Reeve, Guevara. Y bien ha hecho el sentido común en olvidar en ellos la palabra horrible de ?extranjero?. Pero no es mi intención realizar comparaciones desproporcionadas. En especial, porque eso sería validar una idea ampliamente debatida frente a las migraciones internacionales: eso es, que las y los migrantes resultan titulares de derechos y, por tanto, legítimamente incorporados en las sociedades de destino, si son útiles en los términos de la racionalidad económica y las políticas de desarrollo.
Varios ejemplos lamentables en Latinoamérica nos confirman que la xenofobia no es un patrimonio del norte frente al sur.
Yo pudiera apelar a mis antepasados nacidos en la Isla para defender la condición de quienes están en la posición de Fernando. Pudiera decir que en nombre del fragmento inmaterial, que de Cuba y de la cubanía me corresponde, le concedo el derecho a continuar hablando, y defender su opinión en temas tan públicos y trascendentales como el diseño de políticas económicas o la calidad del pan que le corresponde por la circunscripción en la que reside. Pero eso sería defender la posición de quien valida la xenofobia detrás de la legitimidad de la pertenencia nacional.
Si yo pudiera concederle algún derecho, eso me haría a mí monarca, y a él súbdito con algún derecho. Pero más allá de lo anterior, lo que interesa destacar es que para defender los derechos en la posición de quienes como él o yo, vivimos el lugar del extranjero, basta reafirmar la condición fundamental de lo humano, sin apelar -como magistralmente hace el nuevo presidente estadounidense-, a derechos de identidad nacional.
Ridícula aldeanía vanidosa la de quienes descalifican la opinión de Fernando recurriendo a su origen nacional. Porque mucho más trascendental que los destinos estilográficos de los símbolos nacionales, es entender que la disputa global de los nacionalismos contemporáneos pasa por el hecho de que no se conviertan en la legitimación de los muros y la exclusión, en especial de los necesitados.
Poco habría que reparar si la reacción absurda estuviese limitada a la intimidación estéril de quienes tienen más tiempo que palabras. Lo verdaderamente grave es que este tipo de discursos encuentren un mínimo de sostén en el sentido colectivo. Si para algo vale la intransigencia, es justamente para ejercerla en contra de la intolerancia y la discriminación, en cualquiera de sus formas; no solo por Fernando, sino también por migrantes cubanas y cubanos que hoy hacen frente a dinámicas de discriminación en lugares distantes. Los límites vergonzosos de nuestro tiempo, se confirman de manera dramática en la negación de ingreso a refugiados sirios, afganos o somalíes.
Poco de su pasado conoce quien invoca al pueblo para descalificar a Fernando por su origen. Mucho debe nuestra historia a nombres como Gómez, Reeve, Guevara.
En estos tiempos de cambios y reformas en Cuba, hay cosas que no podemos permitirnos. Y la xenofobia, como la discriminación racial, la misoginia, la homofobia, y cualquier forma de discriminación, merecen toda la guerra, en especial en el contexto que vive el país.
?Con un cocuyo en la mano/Y un gran tabaco en la boca/Un indio desde una roca/Miraba el cielo cubano.?
En estos versos sobre Hatuey y Guarina, el tunero Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, no solo narraba desde el siglo XIX la resistencia del cacique frente a los colonizadores ibéricos. Quizás sin pretenderlo, el Cucalambé brindaba, además, una representación móvil, antes que estática, del proyecto nacional cubano.
Quizás convenga reactualizar este ingrediente para oponerlo a entendimientos cosificados de lo nacional, en especial por la función de apropiación que brinda la noción de cosa. Después de todo, la enunciación posesiva y paternalista de la idea de nación o de pueblo, según el caso que nos compete, ha sido un reiterado recurso en el que se confirma la naturaleza artefactual de la nación que señalaran autores como Eric Hobsbawm.
Este mismo ejercicio, desplegado no solo en Europa y Estados Unidos, sino también en varias naciones del llamado sur global, viene siendo uno de los signos del momento político que actualmente vivimos. Y sus efectos dañinos pueden auscultarse en el Brexit, en el fenómeno Trump, en la situación actual de miles de refugiados, pero también en la vergonzosa sentencia 0168/13 del Tribunal Constitucional de República Dominicana contra población haitiana o descendiente de esta.
Varios ejemplos lamentables en Latinoamérica nos confirman que la xenofobia no es un patrimonio del norte frente al sur. De tal forma, que la única mudanza que cabe forzar en este tema es la del fundamentalismo nacionalista que camufla la xenofobia en el nombre del pueblo.
Yo no conozco a Fernando. Pero ojalá tuviéramos más periodismos ciudadanos como el suyo.
Publicado en:http://www.havanatimes.org/sp/?p=121840
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