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Noticias del Neolítico

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Ariel Glaria Enríquez

HAVANA TIMES ? La vida en un solar o en un edificio de La Habana es semejante a la de una aldea del Neolítico más desarrollado, en el que durante el día no pasa nada, pues todos se encuentran cazando o recolectando lo que más tarde se llevarán a la boca.

Durante ese tiempo, los apartamentos o chozas ? a excepción de los domingos ? permanecen cerrados. No debe pensarse, sin embargo, que no pasa nada en absoluto.

Por regla general en casa quedan esos entrañables seres que son los abuelos. Quienes hasta la llegada de los nietos del colegio se encargan de hacer los frijoles y buscar las provisiones fáciles, como el pan de la cuota, los mandados de la bodega y ciertos días del mes, determinados por conjuros mágicos, el picadillo, la jamonada o la cuota mensual de pollo por pescado.

Esta rutina subsiste hasta que alguien del clan, casi siempre el esposo de la hija o la mujer del hijo, se le ocurre que el bodeguero cada vez le da menos azúcar o arroz y el carnicero confunde la opción del pollo con una especie siempre más pequeña de pez. Como si las pesas fueran mágicas y solo les robaran a los adultos mayores de setenta años.

No obstante, existe una clase de súper abuelos capases de volar varias veces al año sobre el estrecho de la Florida o el Atlántico, llevando las nuevas malas a la parte de la familia que está lejos y regresando con los recursos necesarios para salir del bache.

Eso propicia, por un tiempo, un mejor ánimo hacia ellos. Aun así nuestros ancianos son tan benévolos que llegan a no importarles el frio de Madrid o una nevada en París, y en menos de lo que cae una piedra vuelven a volar.

Pero ojo, que los hay de armas tomar, y después de enterarse que afuera no se juega a las casitas, como algunos aún creen aquí, toman las riendas de la casa y desde el primer viaje exigen que se arregle la tupición del baño o no hay nada para nadie.

Fuera de la aldea está la calle, especie de creciente fértil, donde con más imaginación que probabilidades cada cual raspa lo que puede mientras la claridad del día se lo permita.

Para eso el cazador recolector ? él o ella ? desde la noche antes, comienza a maquinar las actividades del día siguiente, donde las alianzas con los mercaditos más cercanos a su trabajo son de máxima prioridad.

No importa si antes de llegar al centro laboral debe desviarse unas cuadras para pedirle a Horacio o a Silvia que le avisen si descargan huevos o entra algo nuevo, y si no pueden avisarle, que se lo guarden ?porque ya no soporto comer perritos un día más.?

Luego se produce el regreso a la aldea, donde lo más recomendable, aunque UD no tenga deseos de hablar y sepa que a esa hora ya es inútil preguntar, debe dar la mayor explicación posible de cómo consiguió los huevos y hasta la especie de gallina que los puso.

Después de todo está cumpliendo con la más elemental de las convenciones en una aldea, donde todos son iguales, aunque quien pregunta se halla pasado el día durmiendo.

Los domingos suelen ser un poco diferentes, todo en el creciente fértil cierra antes de las doce del día, por lo que si UD no ha salido a cazar, recolectar o nunca ha pescado en el Malecón de La Habana no tiene otra que esperar el lunes para conseguir comida.

Y no se haga la ilusión que podrá descansar, pues desde las ocho de la mañana los niños comienzan a joder en el pasillo y su vecino más cercano, a quien molesta la música mexicana que escuchan en la choza de al lado, le zumba un reguetón que lo tumba de la cama. Y si despierta romántico, mejor olvide el tango y también el bolero.

Por supuesto esto solo es una síntesis. Para más conocimiento debemos esperar por los informes que dentro de dos mil años aporten los arqueólogos, antropólogos e historiadores.


Publicado en:http://www.havanatimes.org/sp/?p=123398

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