Fermín, 51 años, todavía se considera un rehén de la guerra en Angola. Su facha desaliñada, abultado abdomen y un incipiente Alzheimer, dista de ser un retrato de esos héroes de campañas bélicas que nos cuentan los libros de historia.
Perdió su pierna izquierda por la onda expansiva de una mina en la jungla angolana. Tras su regreso en 1988, ha recibido varios tratamientos siquiátricos. Aun sobrevive vendiendo bisutería barata en una céntrica avenida habanera.
“Cuando regresé de Angola, mentalmente desecho y sin una pierna, mi deseo era suicidarme. He tenido muchos problemas de adaptación. Busqué refugio en la bebida y comer impulsivamente. Me zampaba una libra y media de pan diaria y hasta 20 bolas de helados. Aunque supuestamente somos héroes de guerra, el Estado, con el tiempo, nos ha ido olvidando. He podido vencer la locura y la soledad leyendo libros y viendo películas que no sean bélicas”, cuenta Fermín.
En noviembre de 1975 comenzó el operativo militar denominado Carlota, clasificado como secreto de Estado y dirigido por Fidel Castro. Ese otoño, viejos aviones Bristol Britannia transportaron rumbo a Luanda el primer contingente de soldados élites.
La presencia militar de Cuba en Angola se extendió por 16 años. Algo más de 300 mil soldados y oficiales participaron en la guerra civil o combates frente a tropas de la Sudáfrica racista.
En esa época, Fidel Castro intentaba exportar la revolución mediantes métodos subversivos a Nicaragua o El Salvador, además de preparar en campamentos clandestinos a insurgentes de medio mundo. Algunos, como el venezolano Ilich Ramírez Sánchez, apodado El Chacal, años después se transformaron en auténticos terroristas.
Con la llegada de Castro al poder en enero de 1959, de manera inédita, tropas cubanas participan en guerras fuera de su territorio. Solo en Angola, según datos del régimen, 2,655 oficiales y soldados perdieron la vida.
Los mutilados de guerra superaron los 5 mil. Y las estadísticas sobre traumas post bélicos que han convertido a muchos en guiñapos humanos, se manejan con absoluta reserva por parte de los medios oficiales.
Cientos de aquellos soldados que dormían parapetados detrás de una trinchera en una selva angolana, hoy están aglutinados en una asociación estatal de combatientes que la autocracia castrista utiliza como fuerza paramilitar.
En cada municipio de la isla existe una. Ortelio, 59, años dos veces al mes se reúne con ex combatientes ‘internacionalistas’ en una casona del Vedado que sirve de sede a la asociación.
“Participamos en diferentes actividades. A veces jugamos dominó o tomamos ron. Debemos informar sobre los contrarrevolucionarios que viven en nuestros barrios. Y nos convocan para tomar parte en actos de repudio o chequear a los disidentes. A los combatientes de más confianza le han asignado teléfonos móviles que paga el Estado”, señala Ortelio.
Algunos de aquellos soldados que arriesgaron su vida en nombre de una ideología les va mejor. Eliécer, 55 años, estuvo en Angola a fines de los 70. Ahora trabaja de portero en un centro nocturno.
“Yo me desligué de la asociación. Es un instrumento para hostigar y delatar a los que piensan diferente. Además, el trato después de mi regreso de Angola no fue el mejor. Aquí me gano unos ‘chavitos’ que me sirven para dar de comer a mi familia”, apunta Eliécer.
Otros no han tenido tanta suerte. Dagoberto, un ex oficial que estuvo tres años en Angola, regresó con una marcada demencia. El alcohol y la marihuana lo alejaron de su familia. Luego de emborracharse, dormía en los portales de la Calzada 10 de Octubre. Para ganarse unos pesos, cantaba y bailaba por la calle.
Al caer la tarde, tomaba a pulso ron casero filtrado con miel de purga o carbón industrial. El trago habitual de los olvidados. Solía relatar episodios bélicos. Una noche, contaba, ejecutó de manera sumaria a tres angolanos que supuestamente colaboraban con las tropas de Jonas Savimbi.
Siempre se sintió culpable. Intentaba alejar los fantasmas de la guerra cantando y bailando música salsa y bebiendo ron. No lo logró. Una madrugada se ahorcó con su propio cinturón de la viga del techo de un edificio deshabitado.