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La objetividad en la evaluación y análisis de los acontecimientos de la historia no es el fuerte de los cubanos. Por supuesto que hay honrosas excepciones, pero lamentablemente, y es mi opinión, no hacen más que confirmar la regla.
Las razones de esta falta de objetividad son muchas: nuestra idiosincrasia, la falta de sistematicidad y orden en los estudios históricos y sociológicos, la extraordinaria mediocridad de esos mismos estudios en los últimos sesenta años, el desdén por la información actualizada, la creencia que con lecturas —o carencias de— superficiales y mal digeridas basta para conformar una opinión razonable, el infantilismo congénito de nuestra crítica histórica, el insensato temor a herir a las figuras consagradas, la ausencia de una cultura verdaderamente democrática, los eternos partidismos, esa doble moral que se ha convertido ya, lamentablemente, en una marca de la identidad del cubano, y un sinfín de avatares que piden a gritos un estudio pormenorizado, tanto sociológico como psicológico.
Pero hoy no vamos a entrar en ese terreno oscuro y minado, quizás lo intentemos algún día, simplemente vamos a recordar, repasándola brevemente, una polémica, una de tantas, casi olvidada de nuestra práctica cívica y nuestra historiografía.
Veamos.
La historia oficial —más o menos, pues no todas las versiones coinciden— nos cuenta que en la tarde del 7 de diciembre de 1896 una avanzada del ejército español, la denominada guerrilla del Peral, vanguardia de la columna al mando del comandante Francisco Cirujeda y Cirujeda (1853-1920), sorprendió el campamento del general Antonio Maceo y Grajales (1845-1896), ubicado,
circunstancialmente, en terrenos de la finca Purísima Concepción (conocida también como Montiel), barrio de San Pedro, a unos pocos kilómetros al sudoeste de Punta Brava, provincia de La Habana.
La acción, aunque pone al descubierto un fallo táctico mambí de gran magnitud —el resultado fue verdaderamente catastrófico para las armas cubanas—, no hubiera tenido trascendencia sino hubiera sido, sin saberlo el ejército español, que se encontraba allí el lugarteniente general del ejército cubano en armas. Este objetivo de ocasión, casualmente en eso se convirtió Maceo, no solo era el segundo jefe del ejército mambí, sino, muy probablemente, la única reserva militar y moral que podía sostener vivo y pujante el separatismo contra España, dado que el general Máximo Gómez, el Generalísimo en propiedad, nacido en la República Dominicana, se encontraba en una situación sumamente frágil, desde el punto de vista político, con su propio Gobierno, al extremo de haber amenazado en más de una ocasión a los civiles (y algunos militares que se le oponían) con renunciar a su cargo e irse a alistar, como un soldado más, en las filas del propio Antonio Maceo.
Esta disputa entre Gómez y el gobierno civil de la “República en Armas”, y algunas otras desavenencias, intrigas y conatos de rebelión que preocupaban sobremanera al general Maceo, eran la causa directa de su regreso al este de la Isla, una travesía complicada y riesgosísima —el absurdo combate de San Pedro así lo demostró—, y, en última instancia, el evento que lo llevó a la muerte.
Aunque siendo justos, Maceo era de esos individuos que arriesgaban empecinadamente su vida todo el tiempo, hecho demostrado en sus 28 heridas de guerra, aunque existen discrepancias en el cálculo.
Lo cierto es que el general Maceo, en lugar de preservarse —la misión que lo llevaba hacia Las Villas, como ya dijimos, era vital para los insurrectos— y retirarse ordenadamente con su escasa y pobremente municionada tropa, maniobra que podía haber ejecutado fácilmente, decide contraatacar a la guerrilla española, enzarzándose así en una pelea confusa e inútil que muy poca gloria podía depararle y que, por el contrario, le ocasionaría la derrota y algo infinitamente peor, la muerte.
En sus últimos momentos, cuentan las crónicas, el general Maceo se encuentra montado en su caballo y frente a una cerca de alambres y un matorral, bajo el fuego graneado de decenas de combatientes enemigos apostados a cierta distancia detrás de una cerca de piedra, e, inverosímilmente, casi completamente solo. Le acompañan el brigadier José Miró Argenter (1852-1925, Sitges, Barcelona), el médico del Estado Mayor, y a los efectos médico personal del general Maceo, Máximo Zertucha Ojeda (1855-1905, natural de Melena del Sur) y, quizás, aunque las versiones no suelen coincidir, el comandante Alfredo Jústiz (herido en el tiroteo y muerto al día siguiente), y unos pocos hombres de tropa, dedicados básicamente a abrir un portillo en la cerca metálica y no a proteger al General.
La escolta habitual del General, unos cien morenos orientales de fidelidad suicida, había quedado del otro lado de la trocha que los españoles construyeron y fortificaron desde el puerto de Mariel a la playita de Majana. ¿Explica esto la escandalosa soledad de Maceo en aquel potrero batido por las sucesivas descargas de la fusilería hispana? Si pensamos como militares de academia, la respuesta es no, pero esto era bastante común entre los mambises, baste recordar el irracional y caótico episodio de la muerte de José Martí en Dos Ríos, o la muerte —suicidio muy probablemente— en abandono y soledad del denominado Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes.
El caso es que estos dos hombres, Miró Argenter y Zertucha, los únicos que estaban lo suficientemente cerca para escucharlo, coinciden en que las últimas palabras del General fueron: “¡Esto va bien!”, dirigidas al brigadier Miró. Pero tan bien iba el combate, que inmediatamente después de pronunciar esta frase, una bala de fusil máuser le destroza la mandíbula inferior y le secciona el paquete vascular (arteria carótida y vena yugular) derecho del cuello, matándolo fulminantemente. Otras balas, además de esta, le pegaron a Maceo, por lo menos una en el abdomen, pero la cantidad exacta es, como casi todo aquí, motivo de discusión. Los dos oficiales que le acompañan, primero, tratan de reanimarlo, según cuentan ellos mismos —no parece haber habido otros testigos—, e, incluso, otra vez, según ellos, de reinstalarlo en la montura, algo dificilísimo tratándose de un cadáver de más de 200 libras de peso, exponiéndose obviamente a un fuego feroz y, por lo visto, muy certero. Como no logran sus propósitos —eran realmente imposibles— en un tiempo indeterminado, huyen abandonando el cadáver.
Según Miró Argenter, el médico Zertucha se “retiró” primero, pero, según este, fue aquel quien abandonó el campo inmediatamente después de caer Maceo.
Algún tiempo después (no sabemos exactamente cuánto tiempo, quizás unos minutos o algo más de una hora), el joven hijo de Máximo Gómez, Francisco Gómez Toro (1876-1896), que se encontraba de baja en la comandancia del campamento debido a heridas recibidas días antes, acude al lugar de los hechos, en un gesto gallardo que lo enaltece, y muere también a manos del enemigo. Un enemigo que desconoce completamente a quiénes han matado. Y lo desconoce porque rematan a machetazos a Francisco Gómez (Panchito para sus allegados), roban algunas pertenencias de los cadáveres —no todas, porque Maceo portaba algunos documentos en el bolsillo de su guerrera que son recuperados por los cubanos, o por lo menos eso cuenta después el médico Zertucha y lo aceptará a regañadientes Miró— y abandonan los cuerpos, unos despojos que pasan la noche sobre el campo, y que los propios cubanos, sus compañeros de armas, ya habían abandonado a su suerte antes.
Señalemos, antes de continuar, que la investigadora cubana Lídice Duany Destrade ha contabilizado, en un artículo publicado recientemente, 47 versiones diferentes alrededor de estos eventos, y es posible, apuntamos nosotros, que existan, o existieran en su momento, algunas más. Razón por la que somos tan reticentes en dar por seguros los asertos y declaraciones de los participantes.
Quiénes recuperan, en qué momento y de qué forma son rescatados los cuerpos del general Maceo y del joven Gómez son, desde los primeros días, motivos de muy serias discrepancias entre los cubanos implicados, y por qué no decirlo, de enconadas y amargas discusiones que durarán hasta los primeros lustros de la república.
Diremos que ese rescate se ha atribuido, probablemente con razón y es la versión que cuenta con la mayoría de citas, al coronel Juan Delgado González, jefe del regimiento Santiago de las Vegas, y a un grupo de soldados, alrededor de dieciocho o diecinueve, provenientes de diferentes grupos rebeldes. Pero también se ha dicho que fue el capitán (o teniente coronel) José Miguel Hernández Falcón, oficial de la tropa del teniente coronel Isidro Acea, e, incluso, varias publicaciones mencionan —sin ofrecer ninguna prueba— al teniente coronel Aranguren, como el oficial que lleva a cabo la acción.
Dos puntos son irrefutables en esta funesta historia tan cargada de contradicciones y cabos sueltos. La primera es que los dos cuerpos son ciertamente recuperados —con lucha o sin ella, no estamos seguros de eso—, transportados con extremo sigilo hasta una finca relativamente cercana (El Cacahual) y luego, enterrados en una tumba anónima hasta el final de la guerra y su posterior traslado a un monumento funerario adecuado. La segunda es que ninguno de los generales que acompañaban a Antonio Maceo en su expedición hacia el este de la Isla o los de las divisiones habaneras que debían protegerle, participan activamente en esa recuperación. La conclus
Pero ¿qué tiene que ver en todo esto el médico Máximo Zertucha, salvo como testigo presencial y profesional que escribe y firma —a mano, por supuesto— los certificados de defunción (sin necropsia, solo con una somera revisión externa y algún comentario pertinente) de Maceo y Gómez Toro? Pues el doctor Zertucha se convierte en el centro de la polémica porque dos días después de los hechos que acabamos de narrar, o sea, el día nueve de diciembre por la noche, abandona las filas mambisas, se presenta a los españoles, específicamente a la tropa del coronel Tort, y sin ningún otro trámite —no hay pruebas de lo contrario— se acoge al indulto y regresa a su pueblo, Melena del Sur, y a su familia.
Un hombre de segunda fila se convierte así en el blanco de todas las miradas y en el receptor de todas las injurias, y de paso, en el chivo expiatorio de todos los errores, omisiones, negligencias e, incluso, actos de evidente cobardía que rodearon aquella malhadada acción militar.
Profundicemos ligeramente en el asunto.
Muchos cubanos de la época, y, por supuesto, muchos mambises, vieron en la muerte de Antonio Maceo el final de la insurgencia. El propio general Valeriano Weyler, gobernador militar de la isla de Cuba en ese momento, lo vio inicialmente así.
Y el médico Máximo Zertucha, que parece haber sentido por Maceo una afinidad cercana a la de un hijo (el propio Zertucha lo expresó muchas veces), lo que no era nada extraño en quienes conocieron de cerca al lugarteniente, y que, por razones que nunca fueron aclaradas, no valoraba igual a otros oficiales cubanos —su enemistad manifiesta, y viceversa, con los generales Miró Argenter y Pedro Díaz era, por lo visto, conocida por muchos combatientes, sobre todo los oficiales superiores—, y que, además, vio con sus propios ojos morir a Maceo, parece haber sentido el impacto más que nadie, o, para decirlo de otra manera, su psiquis no estuvo a la altura de semejante reto y se derrumbó.
Aunque la deserción es un delito de guerra, punible incluso con la muerte, lo que señalamos en el párrafo anterior puede servir de atenuante, máxime, si aceptamos que el general Maceo, a despecho de las envidias y mojigangas cuarteleras, mantuvo a Zertucha a su lado hasta el fin (y Maceo no era para nada tonto); si aceptamos también que Zertucha parece haber intentado auxiliar al moribundo Maceo cuando ya el general Miró Argenter, alegando una herida que no pudo probar luego que existiera, salió a escape de la escena; y si encima de todo, nos enteramos de que Zertucha, alrededor de un año después, volvió a unirse a las filas mambisas, a las que solicitó un consejo de guerra que se llevó a efecto y donde fue “perdonado”.
Y un detalle más.
En los dos días largos en que Zertucha permaneció junto con su tropa, inmediatamente después de la caída de Antonio Maceo, dos días que tienen que haber sido oscuros para los mambises, nadie acusó a Zertucha, pero sí tiene que haber sido muy obvio para los presentes, el culposo y desmoralizador sentimiento que casi todos, comenzando por los generales, abandonaron al lugarteniente general, un sentimiento que expresó el propio Zertucha al Generalísimo Máximo Gómez en el lugar de los hechos, ya después de la guerra (1899) al espetarle, sumamente nervioso y alterado, según los muchos testigos presenciales (narrado por Urbano Gómez Toro, hijo del Generalísimo): “…¡el abandono de los cuerpos del general Maceo y de su hijo fue un acto de cobardía, de pánico, que nos acometió, y yo pensé que muerto el General, sería víctima de mis envidiosos compañeros…!”. Entonces, el Generalísimo, un hombre de genio recto y pocas palabras, detuvo a Zertucha con un gesto de la mano derecha y dijo: “Está bien, no se hable más del asunto”.
Y no se habló más del asunto, allí y ese día, porque el tema siguió dando vueltas y vueltas hasta los años cincuenta del siglo XX, muy lejos ya en el tiempo del incidente y con cada vez menos testigos presenciales vivos.
Como un comentario que creemos justo apuntar sobre ese encuentro cara a cara entre el denostado Zertucha y el Generalísimo Gómez, pensamos al igual que pensó Urbano, el hijo de Gómez[1], que de haber creído Máximo Gómez
que Zertucha era un traidor a Maceo, y por ende a su propio hijo, no le hubiera permitido, de ninguna manera, que estuviera presente en aquel acto tan triste y luctuoso.
La revisión exhaustiva de esta vieja polémica nos llevaría decenas y decenas de cuartillas. Se escribieron artículos y cartas, atacando y defendiendo a Zertucha, en periódicos de Cuba y del extranjero (Estados Unidos, República Dominicana, Centroamérica), se rompieron amistades, algunos llegaron, incluso, a las manos. En fin, lo que hoy puede parecernos un asunto de época, se convirtió en un problema político de cierta envergadura en los primeros años de la república.
Pero lo cierto es, ya no queremos extendernos más en pruebas y contrapruebas, bretes y contrabretes —para hablar en cubano—, que nunca se llegó a una conclusión diáfana y coherente sobre tan espinoso asunto.
Cuando los defensores de Zertucha —entre ellos el propio Zertucha que escribió cartas públicas y artículos de prensa, e, incluso, un diario del que solo se publicó algunos fragmentos muy confusos en el año 1958— comenzaron a extender sus réplicas hacia ángulos definitivamente oscuros del evento, las aguas amenazaron con salirse de cauce, pero, en definitiva, como tantos temas en la historia cubana, todo quedó en la amenaza de que ”algún día se conocería la verdad”.
El doctor Máximo Zertucha murió en su pueblo, Melena del Sur, a causa de un tumor maligno, en el año 1905. Máximo Gómez murió, a causa de una septicemia, el mismo año. Miró Argenter les sobrevivió veinte años y escribió un libro, Crónicas de la Guerra, considerado un clásico de la historiografía militar cubana, donde narra, desde su perspectiva, estos trágicos eventos. Cirujeda, ya general (retirado) y elevado a la nobleza como Marqués de Punta Brava (algo que nos parece de una ridiculez espantosa), murió en España en 1920.
El empresario periodístico William Randolph Hearst, que utilizó a Zertucha (sin conocerlo ni tener mucha información sobre él) como el “demonio blanco” que asesinó “al mulato Maceo”, como una manera de vender periódicos, vivió hasta 1951. El mayor general mambí José María Rodríguez y Rodríguez “Mayía”, defensor a ultranza de la inocencia de Zertucha en la muerte de Maceo, murió de tuberculosis pulmonar en 1903.
El general pinareño Pedro Antonio Díaz Molina, cuyos aparentes celos con Zertucha por la cercanía a Maceo (así lo cuentan el propio Zertucha y el coronel Manuel Piedra Martel), lo llevaron a maltratarlo de palabra en alguna que otra ocasión, murió en 1924. El general Valeriano Weyler y Nicolau, Duque de Rubí y Marqués de Tenerife, murió en Madrid en 1930. El coronel Piedra Martel murió en La Habana en 1954. El coronel Juan Delgado González, el hombre que probablemente rescató los cadáveres de Antonio Maceo y el joven Gómez, murió —lo mataron, en realidad, junto a dos de sus hermanos y varios familiares más en las calles de su pueblo— a los treinta años de edad, en 1898 y, como no podía ser menos, hay dos versiones muy diferentes de su alevosa muerte, pero esa es otra historia.
¿Fue Zertucha un cobarde? ¿Fue un valiente al que dejaron solo y luego vilipendiaron porque había visto demasiado? ¿Debió haber sido fusilado por desertor? ¿Estuvo bien que lo perdonaran? ¿Hizo bien el Generalísimo Máximo Gómez al impedir que Zertucha siguiera hablando de sus cuitas en público? ¿Por qué generales como José Miró Argenter y Pedro Díaz repudiaron tan decididamente a Zertucha? ¿Por qué generales como Mayía Rodríguez y coroneles como Piedra Martel defendieron tan decididamente a Máximo Zertucha? La lista de preguntas podría ser extensa, pero nuestro interés era solo recordar —siempre algo se aprende, aunque ese algo queda a la elección del lector— una vieja polémica que brotó de uno de los acontecimientos históricos, quizás, más trascendentes de nuestra rica y, en realidad, poco estudiada historia.
Cerremos este artículo con las palabras del doctor Benigno Souza Rodríguez, biógrafo del Generalísimo Máximo Gómez e historiador de las guerras cubanas por la independencia:
“…como homenaje a la justicia y público mentís a tantas cosas como se dijeron del doctor Zertucha después de la muerte del Lugarteniente. Todavía la historia de Cuba no está para verdades. Zertucha, quien adoraba a Maceo, del cual fue amigo antes de la guerra, se incorporó a esta y a su lado estaba cuando cayó Maceo. A su inmenso dolor se unió el maltrato que recibiera de un Mayor General a raíz del suceso. El coronel Piedra Martel, un testigo de aquellas miserias, puede dar fe de lo que digo. Al morir Maceo, Zertucha pensó como otros y dijo: ¡Se acabó la guerra!”[2].
¿Está ya para verdades la historia de Cuba? Preguntamos nosotros.
Publicado en:http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/una-vieja-polemica-cubana-327654
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