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Sexo en las puertas de la cancillería
Túneles militares o trincheras abandonados, matorrales al fondo de edificaciones, inmuebles en peligro de derrumbes, centros deportivos en estado deplorable como el Estadio José Martí (colindante con el Ministerio de Relaciones Exteriores), monumentos históricos como el del expresidente José Miguel Gómez, en la calle G, en El Vedado, son espacios frecuentados por parejas de todo tipo.
Expuestos a ser asaltados por maleantes, reprendidos por la policía o a morir atrapados en los escombros de un desplome, miles de personas que no cuentan con un lugar donde pasar un rato, acuden a estos sitios que, además, sirven de refugio a enfermos mentales desamparados o a gente que no tiene un techo donde cobijarse, como es el caso de Orlando Suárez, de Santiago de Cuba, que nos explica cómo decidió venir para La Habana después que el último ciclón que afectara el oriente cubano le destruyera la casa. Al igual que él, nos cuenta, otros muchos orientales que perdieron sus casas y que aún esperan por ayuda del gobierno, utilizan los parques y las numerosas instalaciones en ruina para pasar la noche.
Según testimonio del propio Orlando Suárez, todos los días pasan por ese lugar decenas de personas, unas para tener sexo, otras para defecar u orinar en esos mismos locales que él u otros usan para pernoctar. Nos muestra el lugar donde duerme, un espacio techado pero repleto de inmundicias de todo tipo: aguas pútridas, condones usados, trozos de paredes derruidas, algunas con advertencias de derrumbe. Apenas echa un trozo de paño en el piso y se tira a dormir. En la mañana recoge sus “propiedades”, las carga en una mochila y deambula por las calles de El Vedado haciendo pequeñas faenas en jardines que le proporcionan algo para sobrevivir.
Un vecino del lugar, Joel Cano, es de los que aún utiliza la pista abandonada del antiguo Estadio Martí. Todas las tardes es testigo de que, al caer la noche, la zona se colma de gente que va en busca de un lugar donde dormir a resguardo de la lluvia o simplemente a tener sexo, a solo unos metros -casi a la vista- de los funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores, a quienes no parece preocuparles la situación.
Joel ha sido testigo de algunos asaltos y abusos por parte de malhechores que aprovechan el desamparo de la zona; actúan contra las parejas que acuden o contra aquellos infelices, sin techo propio, que logran reunir algún dinero a merced de las limosnas o los oficios que ejercen, algunos muy parecidos a la prostitución pero incluso en un nivel mucho más inhumano. Por eso jamás se queda hasta muy tarde, e incluso nos recomienda que abandonemos el parque antes de que caiga el sol: -Es muy peligroso y pueden asaltarlos-, nos dice.
Igualmente sucede en la llamada “Potajera”, al fondo del hospital Calixto García y en las faldas del Castillo de El Príncipe, en pleno centro de El Vedado. Después de las 9 de la noche, la zona es frecuentada principalmente por homosexuales en busca de encuentros casuales o por parejas de gay que, rechazados socialmente, no cuentan con un lugar para la intimidad. El sitio es conocido por los sistemáticos asaltos y muertes violentas, algunos tan conmovedores como los que fueron perpetrados hace apenas cinco años cuando soldados de la Unidad Militar de El Príncipe, durante meses, se dedicaron a engatusar a una decena de homosexuales para luego asaltarlos, ultimarlos y enterrarlos en el lugar, muy cercano a los túneles militares de la zona, ahora clausurados.
La lista de lugares parecidos a éstos pudiera volverse interminable.
La Habana, abarrotada de calles oscuras, edificios en ruina, hierbazales, carente de servicios que son esenciales para una población que en su mayoría vive por debajo del nivel de pobreza, está llena de tales escenarios. Pero en éstos no penetra el ojo de la prensa oficial, a pesar de que algunos, como el Estadio Martí, está practicamente en el vestíbulo de una cancillería muy preocupada por lo que ocurre más allá del mar, o bien adentro de sus oficinas pero inconmovible con el teatro dantesco que nuestros diplomáticos pudieran palpar con solo sacar la mano por las ventanas.
Breve historia de las posadas
A finales de la década de los noventa, el gobierno cubano decretó el cierre de todas las posadas, pequeños moteles con pésimas condiciones sanitarias que aún así servían de casas de citas a parejas que no tenían un lugar donde pasar unas horas. El acceso a los hoteles estaba prohibido a la mayor parte de la población y aunque no hubiera existido la absurda restricción, los precios y la moneda (dólares) en que se cobraban los servicios, no estaban al alcance de casi nadie. Solo militares y personas ligadas a las élites de poder eran inmunes a las exclusiones. Situación que no ha cambiado mucho en la actualidad.
Administradas totalmente por el Estado, había una o dos posadas por cada municipio del país. Las habitaciones, a veces sin baño, se alquilaban por horas. Casi nunca se cambiaban las ropas de cama y en muy pocas había agua corriente. En consecuencia, para el aseo, las parejas contaban con un pomo (botella) de agua y paños que la administración les ofrecía como parte del servicio. Cuando se agotaba el tiempo, un empleado se encargaba de tocar a la puerta y a gritos informaba que era hora de abandonar el cuarto porque, a la entrada de las posadas, a cualquier hora del día, aguardaba una fila de clientes ansiosos.
Aunque era pésimo, el servicio de las posadas (actualmente convertidas en ciudadelas o demolidas o transformadas en oficinas estatales) era imprescindible en una ciudad donde muy pocos matrimonios o parejas pueden darse el lujo de comprar o rentar una casa o apartamento. Los precios de los alquileres, así como la adquisición de un inmueble, exceden en cifras astronómicas los salarios que cobran los trabajadores en Cuba, de aproximadamente 0.50 centavos de dólar al día.
Desaparecidas las posadas, surgieron negocios particulares, muchos de ellos ilegales, que cobran un promedio de 1 a 5 dólares por hora, un precio prohibitivo para personas que viven de sus salarios. Es por eso que, en toda la ciudad, tanto en pleno centro como en la periferia, han proliferado las zonas de encuentros o de “tolerancia”, a donde acuden las parejas para agenciarse unas horas de placer.