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Ojalá mi niña llore como yo


Desde que comencé a ir a la escuela, mi abuelo paterno –que se había quedado ciego tras una vida de intensa lectura- preguntaba a cada rato qué edad yo tenía y si ya sabía leer. Él esperaba con impaciencia que cumpliera los 7 años para regalarme una edición muy vieja del libro Corazón, de Edmundo de Amicis. Creo que fue en unas vacaciones que finalmente lo leí, como a los nueve años, ante tanta insistencia, pues el título no me llamaba la atención. Lloré tanto en cada capítulo, que ese libro fue mi compañero en cada una de las vacaciones por lo menos siete años más. También me leía Belleza negra, contada por un potro enano que va creciendo. Me hacía llorar también, mientras Las mil y una noches me transportaban en alfombras voladoras a otra realidad muy ajena a mi isla tropical. Mientras tanto, también pude leerme libritos de muñequitos que mis padres habían guardado desde antes de la Revolución. Tenían historietas del pato Donal

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d, su tío Rico McPato, Mickey Mouse, Tom y Jerry y un personaje que en Cuba no se conoce que se llama Archie. Estaban Superman y Tarzán, y traían cuentos cortos de Benitín y Eneas y de Lorenzo Parachoques. Mis padres también tenían de la misma época una colección de bolsillo de libritos de cuentos que en su tiempo costaban un centavo cada uno. Con todos estos textos mis vacaciones eran maravillosas, y se pusieron mejor con dos volúmenes -que yo encontraba enormes- de cuentos de hadas de Hans Christian Andersen y de los hermanos Grimm, respectivamente, con preciosos grabados que hacían soñar a cualquier niña. Décadas después, a mi hija, cuando aún ni sabía hablar, le conseguimos un libro muy sencillo que casi ni dibujos tiene y mi papá se pasaba media hora describiéndole a la niña el libro. Para mí aquello era maravilloso pues yo no veía nada que describir. La niña empezó a hablar muy rápido y 7 años después todavía no logramos có

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mo callarla. ¡Como habla! Pero de leer, nada. Sin hábito de lectura Hoy, por más que trato, no logro que a sus siete años tome un libro en las manos, y eso pese a que aprendió a leer antes de entrar en preescolar y ya está en segundo grado. Los muñequitos de Archie, Donald y Tom y Jerry no los pudo conocer pues se deterioraron por los comejenes y la humedad. Lo mismo le pasó a los cuentos de Andersen y Grimm. Nos quedan los libritos de bolsillo, pero éstos tienen palabras que ella aún no entiende. Le he comprado en las librerías cubanas todo tipo de volúmenes troquelados, de colorear, de cuentos, pero no le interesan. He mandado a pedir del extranjero ediciones bonitas pero las que he conseguido tienen dibujitos pequeños, que no logran enamorarla. En las tiendas cubanas, la mayoría de las obras tienen un contexto político que no interesa a los niños; otros tienen cuentos aceptables, pero con unos dibujos espantosos, elaborados
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por grandes artistas que tratan de impresionar a los adultos sin lograr atrapar a los niños. He ido a anteriores ferias del libro en La Cabaña. Me he achicharrado la cabeza al sol y me he metido en grandes aglomeraciones buscando textos infantiles, para al final encontrar maravillas importadas de otros países que cuestan al menos cinco dólares y a veces traen un solo cuento. No los he podido comprar. Libritos para bebés, que traigan figuritas de vacas, conejitos y esas cosas que permitan describirles objetos y sonidos a los niños, la verdad es que no los he visto. Por suerte, tengo guardada desde hace años una edición más o menos reciente de Corazón. Ojalá la obra y la niña se encuentren, y ella pueda llorar su poquito y así empiece a comprender el inmenso valor y las posibilidades de la palabra escrita para informar, educar, divertir, conmover o ilusionar. Si sucede como conmigo, ese libro —Corazón— podrá ser el que lo logre.



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