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Buscan oro a través de un babalawo


Mario andaba como un sabueso tras las piezas de oro que, presumía, estaban en el subsuelo de la ciudad.
Llevaba varios años en la búsqueda, pero hasta el momento la suerte no le había acompañado. Tenía en su agenda unas cuantas excavaciones.

Sin conocimientos de minería ni arqueológicos y con herramientas compradas a albañiles y plomeros, él y sus colaboradores se resistían a abandonar la búsqueda. Uno de los puntos en que supuestamente había un tesoro, fue localizado a mediados del pasado año, en una casa habitada del municipio Cerro, en la capital.

Después de convencer a la propietaria del inmueble y prometerle una generosa recompensa, escarbaron hasta llegar al manto freático.
La operación resultó un fiasco. Solo había fango y bichos. Ningún rastro de las monedas de oro antiguas que suponían bajo la superficie de la sala, según un amigo historiador que le proporcionó algunas pistas.

Más adelante y con media docena de intentos fallidos, recurrió a los servicios de un babalawo.

Las coordenadas del sacerdote de la religión Yoruba, cayeron dentro del perímetro de una casa ubicada en el barrio de Santos Suárez, en el municipio 10 de Octubre.

Esta vez, el dueño no permitió que abrieran el hueco. Incluso les advirtió que de no marcharse lo más pronto posible, llamaría a la policía.

No sé si Mario habrá podido satisfacer sus empeños. Hace poco más de un año que no me visita.

La última vez vino a pedirme un trozo de manguera para completar un equipamiento.

Desconozco si por fin encontró las dichosas pepitas de oro o tuvo la fatalidad de ser apresado por la policía.

El artículo publicado en la reciente edición del semanario Trabajadores sobre esta problemática me motivó a escribir del tema.

A raíz del texto, se presume que no son pocos los involucrados en una labor que está causando daños al medioambiente a partir del uso del mercurio, entre otras sustancias tóxicas empleadas en el lavado del mineral.

En aras de proteger la identidad del protagonista del texto, decidí cambiarle el nombre. No voy a delatar a un amigo.

Presumo que debido a los riesgos de terminar en la cárcel, haya optado por continuar como pintor de brocha gorda, oficio que desempeñaba antes de contagiarse con la fiebre del oro.

Ojalá y haya tenido la dicha de encontrar tan siquiera un polvillo con que aliviar su miseria.

Si continúa en esos trajines temo que caiga en manos de los agentes del Ministerio del Interior. Me enteré a través de una tercera persona que vive en Holguín, la provincia que permanece bajo estricta supervisión de la policía.

A juzgar por el artículo de Trabajadores, allí el margen de probabilidades de algún hallazgo aurífero es mucho más alto que en La Habana.

oliverajorge75@yahoo.com
Jorge Olivera Castillo

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