Tras los temas que aún están sin aclarar con el ?perfeccionamiento? que anunció el Gobierno para el trabajo por cuenta propia, se encuentran una pausa en el otorgamiento de licencias para vendedores ambulantes y para los vendedores de productos del agro en carretillas.
Sin embargo, es suficiente hacer un poco de preguntas a vendedores de chicharritas, chicharrones de viento, rositas de maíz, galletas, turrones, paletas o bocaditos de helado, de café, y hasta de los ?símbolos nacionales?, el granizado y el maní salado, para enterarse que muy pocos tienen licencia y la mayoría se resiste incluso a pedirla porque ?la cuenta no da?, dicen muchos.
¿La razón? Los ingresos de estos vendedores son ínfimos.
Un vendedor ambulante que dice llamarse David anda pregonado por todo San Lázaro el pan que consigue ?por detrás? en las panaderías, pero que lleva a la hora oportuna a cada puerta de lo que son sus clientes: ?Lo hago ?al pecho?, nunca hemos tenido licencia ni la tendremos?, a lo que agrega: ?Nos la arreglamos con los inspectores y con la policía, tú sabes?.
Lisa no cree que sea un delito vender las chicharritas que hace de los plátanos que compra y luego fríe su marido, para que ella los venda sin esconderse, y Berta parece atolondrada pero está clara en que ?por vender un buchito de café? no se va a enriquecer ni cree necesario sacar una licencia.
En la esquina de 15 y 14, en medio del Vedado, Oscar y Emilio venden objetos diversos. Ambos son alcohólicos; el primero sufre de cirrosis hepática, el segundo estuvo preso y después de salir de prisión no ha logrado encontrar un trabajo oficial. Aunque ambos rayan en la mendicidad y en el transcurso de esta semana le han ?caído encima? tres inspectores y el jefe de sector.
?Yo no tengo casa ni trabajo y esto que vendo es para pellizcar en el día un pan con pasta o mi traguito?, dice Emilio, y enseña un pomo plástico con un líquido de color amarillento. ?A mí me dejan tranquilo porque voy con la verdad, pero parece que hay algún tipo de preocupación porque ayer apareció el jefe de sector y me cogió las cosas y me las echó en el latón. ¿Y tú crees que con esos cuatro trapos yo me voy a enriquecer??, pregunta, señalando una caja de cartón llena de prendas de vestir de uso.
Oscar no habló mucho pero es el dueño de las piezas de ?cualquier cosa? que muestra sobre un muro y que valora tanto como para intentar vender un cable viejo en 20 pesos y ?resolver el día de un palo?.
Laura, una estudiante universitaria que ha escuchado también que frenarán las licencias para los vendedores ambulantes, no se imagina la ciudad sin maniseros ni granizaderos: ?Un maní salado le resuelve el día a cualquiera y el granizado ni te cuento. ¿Tú sabes cuántas veces uno anda deshidratado por la calle? Para mí los granizaderos son como oasis cuando voy llegando a la casa y tengo que atravesar todo Regla a pie porque no hay guaguas?, y propone una solución: ?A ver si no es mejor que les vendan carritos como en las series o en las películas?, o lo que no vivió ella por sus cortos veinte años, los fiambres donde vendían croquetas, minutas o papas rellenas.
Mientras que para algunos son molestos los pregones de quienes venden instrumentos de limpieza o aromatizantes, en La Habana cualquiera puede ser un vendedor casual y echarse al hombro una bandeja de frutas, una caja de dulces, un saco de aguacates y salir a ?luchar el peso?, como se suele decir.
El pueblo contra los carretilleros
Uno de los carretilleros que vende por la calle Aguiar no ha escuchado lo que todo el mundo dice: ?Yo no he oído nada de que nos van a quitar la licencia?, y suelta una sarta de groserías. Otros de los consultados sí están al tanto pero han decidido no hacer mucho caso hasta que suceda ?lo que vaya a pasar?.
?Total, si la tienen cogida con nosotros?, sentencia, y no aporta mucho más.
Las experiencias entre los consumidores están divididas en dos bandos bien definidos: Los que creen que ?los carretilleros son careros y afean la ciudad? y los que creen que son necesarios porque ?resuelven a cualquier hora y en los lugares más insospechados?.
?Yo misma cuando vivía en Playa tenía una especie de contrato con uno que me llevaba a la casa una jaba de malanga a un precio preferencial?, comenta Melba, una mujer trabajadora a la que su trabajo no permite ajustarse a los horarios ?tan estrechos? que imponen los agromercados en Cuba.
Para Yeney es una bendición que a ratos pase un carretillero por los bajos de su edificio en Nuevo Vedado. ?Con este sol no tengo ganas de salir a la calle a nada y pago lo que tenga que pagar?, y reconoce que por su zona los precios son ?extremadamente caros, pero no creo que les dé para volverse ricos ni nada de eso; pero en caso de que hagan dinero bien merecido lo tienen?.
Carretilleros y vendedores ambulantes, sin importar qué vendan, durante años, han rellenado un vacío en las necesidades cotidianas que el Gobierno no ha logrado solventar. Mientras que los particulares se esfuerzan porque sus productos tengan un mínimo de calidad, los establecimientos estatales a veces no consideran ni las más elementales normas de higiene. Que el gobierno reprima la actividad por cuenta propia de estas personas, sigue constituyendo una competición desigual.
Publicado originalmente en Cubanet por María Matienzo Puerto
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